¿Bélgica forma parte de la Unión Europea?

La pregunta no es baladí. Las exigencias de la justicia belga para aceptar la petición de extradición de Puigdemont y sus secuaces son, además de humillantes, claramente contrarias a las exigencias que los países aspirantes deben reunir para ingresar en la Unión.

Con carácter general, deben cumplirse los denominados «criterios de Copenhague»: tener instituciones estables que garanticen la democracia, el Estado de derecho, los derechos humanos y el respeto a las minorías; tener una economía de mercado que funcione; asumir el acervo comunitario y apoyar los objetivos de la Unión; contar con una Administración capaz de aplicar y gestionar la legislación de la Unión Europea en la práctica.

Si España ha cumplido todas esas condiciones, si el Estado de derecho implica la separación de poderes, ¿a qué viene que las autoridades judiciales belgas supediten la entrega de los fugados a la acreditación de compromisos ya cumplidos y a que nuestras cárceles estén en condiciones de alojar a presuntos delincuentes que han puesto en peligro la estabilidad y la economía de nuestro país? Es un trato ultrajante, bochornoso y vejatorio.

Lo paradójico es que sea precisamente Bélgica el país del que emanen esas demandas. Además de ser un país lúgubre, triste, soso, tétrico y aburrido -y hablo con conocimiento de causa por cuanto que durante dos años acudí cada semana al Parlamento Europeo a gestionar la presencia e intervención de diputados de países integrantes de la Conferencia de Asambleas Legislativas Regionales Europeas (CALRE) en la Comisión de Política Territorial, presidida por Arias Cañete-, fue condenado por violación de los derechos humanos, según decisión del Tribunal Europeo de Derechos Humanos de 5 de septiembre de 2015.

Este caso arrojó luz sobre las deficiencias de las cárceles belgas, las dificultades de acceso a la atención primaria de sus reclusos, la ausencia de recursos judiciales efectivos contra las malas condiciones de reclusión, la superpoblación de sus prisiones y sus «apocalípticas» condiciones. Cree el ladrón que todos son de su condición. Además, Bélgica es el ejemplo de lo que no debe ser un país. Sufre una presión independentista insoportable con una Cámara fragmentada. Es poco mayor que el País Vasco y son seis los gobiernos que actúan sobre el territorio.

La actitud de las autoridades belgas da alas a los fugados que aprovechan la coyuntura para extender sobre nuestro país el manto de la duda sobre el funcionamiento de sus instituciones.

Mientras, en España se piensa que una reforma constitucional acabará con el problema y, cómo no, son los catedráticos los que abanderan sus postulados.

Me recuerda este movimiento una frase habitualmente pronunciada por un colega, Letrado del Parlamento, que, ante la multitud de opiniones sobre un mismo tema, exclamaba: “¡Que florezcan cien escuelas!”. Hacía referencia con ello al movimiento surgido en China e impulsado por Mao Tse Tung, llamado de las Cien Flores, con el que se pretendía que cien escuelas de pensamiento compitieran en la política de promover soluciones a los problemas que aquejaban al país.

Vamos camino de lo mismo. La reforma constitucional debe remover obstáculos, no crearlos, y algunas de las ideas propuestas no van por ese camino; verbigracia, la pretensión de que los estatutos de autonomía pierdan el carácter de leyes orgánicas y solo requieran ser aprobados por el Parlamento de la comunidad autónoma respectiva. En el actual panorama político, la materialización de esa medida conduciría directamente al caos.

Mientras todo esto ocurre, la sirvengonzonería sigue flotando en la política catalana como los excrementos en el lodazal. Véase la Rovira con sus mentiras o el Rufián con sus performances.

 



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