Libros que nos salvan

Nos solemos adormecer  entre un duermevela apesadumbrado esperando el amanecer matutino en Valencia, ciudad en la que hemos encallado cuando abandonamos la Venezuela chavista a razón de un imposible ir viviendo.

 Sobre la repisa –  trebejo de libros - hay permanentemente dos obras, una  de Joseph Roth, excepcional compañero de insomnios,  y “Memorias de Adriano” de Marguerite Yourcenar, páginas en las que  siempre, de una forma u otra, uno se encuentra y se desmenuza a sí mismo.

 Para los hombres y mujeres  de nuestra generación, levantados de polvillo suelto y abatido desasosiego, los de la posguerra, el estraperlo y los caminos tortuosos de la emigración, Roth es el contador de historias en las  que nos apoyamos en nuestros desvaríos al ser unos de los más fascinantes contadores de acaecimientos.

 La parábola “Job”, está preñada de esplendor de la primera sílaba a la última. Su comienzo, pasmoso a cuenta de su sencillez y claridad,  narra una historia de la misma forma en que lo pudiera haber hecho el viejo abuelo al calor de la lumbre, en una de esas interminables noches del crudo invierno ruso.  La misma comienza así:

 “Hace muchos años vivía en Zuchnow un hombre llamado Mandel Singer. Era piadoso, temeroso de Dios y muy sencillo: un judío común, corriente,  que ejercía la modesta profesión de maestro. En su casa, que se reducía toda ella a una amplia cocina, enseñaba la Biblia a un grupo de niños. Lo hacía con verdadero celo, pero sin notables resultados. Antes que él, miles de hombres habían vivido y enseñado de la misma manera.”

Evoco ahora, con las primeras luces de la madrugada y  tras volver a cerrar, como en tantas otras ocasiones, esas páginas admirables, lo expresado por un amigo un día en Viena estando de paso hacia Belgrado. Profesor de literatura europea del siglo XX en la universidad de Timisoara, Rumania, era un incondicional de Roth.

 A él le parecía extraño que el escritor no estuviera en la inventario  de autores judíos que conmovieron al mundo, y con una sapiencia admirable nos recordó también, “El hombrecillo de los gansos” de Jacob Wassermann, “Veinticuatro horas en la vida de una mujer”, las sensibles páginas de Stefan Zweig; “La muerte de un viajante”, del enamoradizo Arthur Miller con esa muerte tan cercana que me ha taladrado tanto como la de Susan Sontag (a los dos pude conocerlos en Oviedo, saludarlos, agradecerles las vivencias de sus escritos. Sucedió durante la entrega de  los Premios Príncipe de Asturias, donde, por un cariño especial de la Fundación que los otorga, soy permanente invitado); “Oscuridad al mediodía”, el relato de las injusticias de Arthur Koestler y tan admirables como el “Diario de Anna Frank”, y para no seguir haciendo la lista inmensa, “En el tribunal de mi padre” de Isaac Bashevis Singer.

Hoy he vuelto a desahogarme de mis dudas, miedos y pasiones interiores. Ya he comenzado a escribir palabras sueltas para la bruma de la remembranza.

 



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