Poeta de Isla Negra

“Yo construí la casa. / La hice primero de aire. / Luego subí en el aire la bandera y la dejé colgada del firmamento, /  de la estrella, de la claridad y la oscuridad”.

Hace 40 años, comenzado  la primavera austral, moría en Isla Negra, sur de Chile,  el poeta más telúrico de la poesía en habla hispana. Era finales de septiembre y una brisa mediterránea  cubría de ventoleras  los arrecifes anunciando la despedida de Pablo Neruda.

Pablo, el juglar estravagario, recorrió  frente a  aquellos  acantilados, cara a la furia del Pacifico, toda la gama de la lírica hispanoamericana. En  su primera etapa juvenil – “nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos” - cruzó volando el  húmedo sendero vaporoso del romanticismo, y así, en “Veinte poemas de amor y una canción desesperada” nos legó el libro que casi hunde toda la poesía amorosa europea, desde los romances anónimos del siglo XV, hasta varar en las “Nanas de la cebolla” o en las faldas de aquella casada infiel que todos en algún momento, envuelta en polvo y sudor, nos  hemos llevado a la sombra de  los cañaverales del  río.

Lo dejó dicho el trovador  de “Crepusculario”  y es muy  certero:

 “Yo no voy a morirme. Salgo ahora, / en este día  lleno de volcanes / hacia la multitud, hacia la vida”.

Nadie ha superado en lengua castellana desde el inicio de su tradición, con las conocidas Glosas Emilianenses y  Silentes en el siglo X, las primeras estrofas del poema 15: “Me gustas cuando callas porque estás como ausente / y me oyes desde lejos y mi voz no te toca / parece que un beso te cerrara la boca”.

No se recuerda a  Pablo Neruda sin hacer un nudo gordiano. Para pensarlo hay que hablarlo, ya que en él todo es palabra taladrada sobre zócalo o paredes desnudas, vírgenes de cal:

 “Mi vida  es una vida hecha de todas las vidas. Las vidas del poeta”. Y completó: “Estas memorias o recuerdos son intermitentes y a ratos olvidadizos porque así precisamente es la vida”.

 En aquella primera etapa juvenil -  “nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos” -  nos legó el libro que casi hunde toda la poesía amorosa europea, desde los romances anónimos del siglo XV, pasando por los resquemores apasionados de Jorge Manrique, Juan de Encina, Baltasar del Alcázar, Lope de Vega, hasta varar en las “Nanas de la cebolla” o en las faldas de aquella casada cariñosamente infiel que todos en algún momento, envuelta en barro y polvo, nos  hemos llevado al río.

“¡Ah mujer, no sé cómo pudiste contenerme / en la tierra de tu alma, y en la cruz de tus brazos!”

 Premio Nobel de Literatura, el mundo conoció a aquel poeta de una sexualidad erótica arrebatadora cuando ya toda su obra épica - por lo duro de la misma - estaba levantada de la tierra donde había emplazado caracolas, mascarones de proa, dientes de cachalotes, sextantes,  rosas de los vientos,  botellas de todos los colores, maderos traídos por el mar-océano y corrientes de los cuatro puntos cardinales.

 La crónica de su muerte da miedo recordarla: él, permanente trova de gesta,  barcarola furiosa, partió un día hace cuatro décadas. Esa mañana, el viento en  Isla Negra se había escondido en las guaridas de los abruptos espigones, mientras en los surcos de Chile, brunas botas militares pisaban el mosto de la libertad y hacían con él un vino de sangre. En el Palacio de La Moneda ya estaba sentado  el autócrata, mientras el poeta, que había sido  ya agarrado fuertemente de la mano  por la muerte, emanó un último suspiro para escribir sobre la mortaja:

“Mi pueblo, pueblo mío, ¡levanta tu destino! / ¡Rompe la cárcel, abre los muros que te cierran!

 Ha  pasado un tiempo largo y el poeta que marcó con su torrente voz el sentido de la pasión como fuerza de proteger  a la  humanidad  más deprimida, arrumba sobre el infinito  sembrando con sus  baladas.

Pablo Neruda se acrecienta  cada día sobre los afanes ilusionados, siendo así que el  hombre geológico, en la inclinada inquietud de su terruño austral,  permanece  elevado sobre dos fulminaciones que no cesan de germinar: querencias y  cobijos hacia los desvalidos de la tierra.

Con la primera exhalación el trovador se volvió cadencia; con la segunda prendió fuego a la conciencia de  los zócalos que suben de Punta Arenas hasta Tijuana, requiriendo a su pueblo  abatido durante siglos a levantarse de su letargo magullado hasta el tuétano.

Era septiembre en Chile y  sobre cielo cruzaban pájaros estremecidos con gorjeos dolientes. “Compañeros, enterradme en Isla Negra, / frente al mar que conozco, a cada área rugosa de piedras/ y de olas que mis ojos perdidos/ no volverán a ver...”



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