Coexistir con el espanto

Europa  está padeciendo el rayo que no cesa del pavor. Hubo un tiempo en que creyó que ese furor brutal sería una borrasca que iría menguando cuando   el yihadismo  se debilitara. Desacierto descomunal, ya que ese dolor se sigue esparciendo  a manera de yedra al centrarse  en una creencia  religiosa impresa sobre ardores perennes. 

Aún se recuerda la forma en que los medios de comunicación europeos  especulaban  en sus análisis. Hablaban de la forma en que el continente se resguardaría  del fundamentalismo islámico si sus países no entraban directamente  en el conflicto de Oriente Medio.

 Días después, cuando a París llegó una exigencia del  Ejército de Liberación de Irak, tras secuestrar a tres periodistas franceses, pidiendo la retirada en 48 horas de la ley que prohibiría llevar el velo islámico y otros signos religiosos ostensibles en la escuela pública francesa, Europa comenzó a darse cuenta que un céfiro con olor a podredumbre comenzaba a levantarse.

Francia decidió  en ese momento hacer un acto de pavura y retirar los símbolos místicos de escuelas y  lugares públicos, entre ellos los crucifijos, algo que igualmente solicitaban los laicos, siendo así que los galos se dejaron chantajear de manera  poco digna.

Mil quinientos años de cristiandad en su historia no sirvieron de nada, tuvo que ceder de sus afirmaciones, prohibiendo el símbolo de la cruz y autorizar el velo que cubre la cabeza de la mujer musulmana.

La causa de haber querido estar a bien con el fundamentalismo islámico y sus ideas demenciales, se está pagando con secuelas degradantes. Bien es sabido que el último golpe de sangre cayó en Cataluña. Lamentablemente vendrán otros aquí o más allá.

El Dios  de los cristianos o tal vez Alá,  permitan  que  nos equivoquemos. Aún así, vano ruego, ya que ante la sombra que cubre a esa corriente ideológica basada en la interpretación de los textos fundacionales del Islam,  las hostilidades criminales están servidas.  

Es posible que estas expresiones sean palabras desabridas y,  aún así,  es muy cierto que vivimos un tiempo en que sobre un campo de beligerancia socavado se enfrentan fuerzas antagónicas globales, al ser la sempiterna pendencia entre civilización y  barbarie.

En el Libro de la Revelación, que cierra el Nuevo Testamento, se explica con detalle el futuro del mundo, y  no es nada halagüeño.

 Y lo más pavoroso: pensadores, filósofos, ensayistas y hasta un amplio sector religioso, intentan justificar la actual  crueldad debido a nuestros propios errores.

 En los cuatro puntos cardinales del planeta hay un monstruoso Leviatán preparando el próximo averno, al revestirlo cada día  de un fanatismo de tal envergadura que la lógica, el llamado sentido común o la moral intrínseca y natural, han perdido todo sustento.

 El terrorismo justificativo, fanático en lo místico, ha venido para quedarse y su huella desmedida anuncia ríos de destrucción sin fin. Parte de ese mal ya ha venido aconteciendo en los últimos años con toda la brutalidad posible. Las víctimas  siempre son inocentes.

Desde siglos dos religiones fundamentales se repelen, y ahora  parecen haber regresado  a los tiempos de las Cruzadas y los califatos de Damasco, Bagdad o el imperio Otomano,  al verse que el camino de los valores sembrados,  primero por Jesús de Galilea y unos siglos después matizados en las sharias  de Mahoma,  se está convirtiendo en padecimiento desolado. 

En lugares donde antiguamente hubo respeto y comprensión musulmana – pensemos en Córdoba, Granada, Damasco, Constantinopla  – ahora hay incontables espíritus  repletos de cardos agrietados, siendo esa la causa   de la expansión del fundamentalismo  islámico más sanguinario.

 A pocos días de un recuerdo estremecedor  - lo sucedido en Barcelona -, seguimos, en pleno siglo XXI, sin estar salvados del fanatismo más atroz cuando la raza humana  se ve circunvalando los más recónditos secretos del Universo.

Los métodos usados contra el chantaje terrorista del Califato Islámico o ISIS,  en sus siglas en inglés, han fallado. Las razones son diversas y variadas en su análisis. Una es la impunidad: no tienen objetivos fijos, son movibles y van envueltos en aborrecimientos exacerbados y  desprecio hacia los  ideales canónicos  centrados en la  vida misma.

El objetivo es destripar la existencia misma. Hacer el máximo daño, ya que en la mente de esos desalmados  la violencia es  justa si  se la ciñe con las creencias irracionales que poseen.

Y en medio algo paradójico: para que los patibularios del ISIS se muevan a su antojo,  es necesario que exista  el clima idóneo que proteja sus malévolas fechorías: la libertad.

 



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