Desgarrador éxodo venezolano

La información venida de  la frontera de Venezuela y Colombia, en la línea divisora de San Antonio del Táchira con  Cúcuta, es apesadumbra:

Habla de una serpenteante y multitudinaria fila de personas aguardando hace días el camino para transitar el paso limítrofe, debido al temor de un cambio de la Constitución Bolivariana, bajo el auspicio de una Asamblea Constituyente promovida por el presidente Nicolás Maduro y observada en la ciudadanía  con aprensión a recuento de su tajadura autócrata.

Hace semanas cientos de venezolanos vienen   cruzando la raya divisoria para ir al país vecino solicitando un instrumento denominado Tarjeta de Movilidad Fronteriza; la mayoría no han regresado en los últimos días al haber  preferido el sendero de la expatriación hasta que la situación política, si  posible fuera,  se pacifique.

 Medio siglo largo hace  que no sucedía esa evasión  en  nuestro país. Sí llegaba del norte de Santander multitudinaria presencia de paisas hacia Venezuela con el deseo de integrarse  en esta “tierra de gracia”. Otros lo hacían  cruzando el “Arauca vibrador” acoplado  al Orinoco.

Entre  un anhelo de afanes que es todo emigrante, hay un afluente de silencios y amapolas mustias, al ser  el tintineo del aliento que gime en la oscuridad de  su propio  huida.

Adecuado sería recordar que ninguna  constituyente o pretensión del gobernante de turno, contraria a la ley natural,  tiene valor. La naturaleza ha querido que el ser humano sea libre, y no cabe suponer que los miembros de una sociedad se despojen de sus derechos para entregárselos  a la voluntad de  un individuo.

 Y la pregunta, cuando se intenta cercenar los gorjeos desprendidos del espíritu, sería la  de Michel de Montaigne: “¿Por qué procurar un bien certísimo buscando un bien en extremo dudoso?”. Ese decir, denegar las esperanzas de un pueblo de ser libres a cuenta del yugo de unas disposiciones nada justas.

 Esos miles de venezolanos  se desplazan a la frontera colombiana, debido a la precaria situación de nuestra  económica, la exacerbación de la política  y las permanentes protestas contra una Asamblea Constituyente  impulsada a juro por el Gobierno.

Una mujer con deseos de marcharse habló: “Me siento sumamente adolorida al saber que llevo en dos maletas toda mi vida”. Ella, su esposo y dos hijos,  cruzaban el puente  internacional “Simón Bolívar”, y con los ojos humedecidos  añadió: “Lo hago por mis niños, porque ellos no tienen futuro en Venezuela”.

 Otra persona le decía a un periodista: “Me voy de Venezuela y regreso cuando el régimen caiga. La constituyente va a empeorar los problemas del país. Si antes tenían todo el poder con la constituyente será peor. No pueden negar que es una dictadura… ¿se necesitan  más razones para abandonar del país?”, inquirió.

Lo trazó el alejandrino Konstandinos Kavafis: “Iré a otra tierra, iré a otro mar. / Otra ciudad encontraré mejor que ésta. / Cada esfuerzo mío es una condena escrita, / y mi corazón, como un muerto, está enterrado.”

La odisea del  éxodo es pasión incandescente   desde la misma alborada   de los tiempos: dentro de cada  persona  hay  una profunda avidez de hallar una heredad prometida  aún sabiendas de que muchos  no llegarán al nirvana codiciado.  

 Al haber sido uno  emigrante de la soledad y el llanto, conocemos bien lo que intentamos  narrar.  Cada exilio crea una especie de ruptura penetrante y difícil de explicar, es igual  un ahogo interior que los años no ayudan aplacar y va alejando  de la esencia materna del recodo  de la vida,  esas emociones que hablan de países maravillosos repletos de leche y miel tras las lejanas montañas o los alucinantes mares, al ser como  mascarón de proa preparándonos para a surcar  el piélago de  la esperanza que siempre se halla un poco más allá de jamás nunca. Unos la llegan a  palpar,  otros nunca, al volverse ese linde viento de secano, tierra baldía, dolor con escamas hirientes, desazón sin fin.

 Y es que los expatriados pertenecemos irremediablemente a la escala de los soñadores por encima de nuestros propios afanes,  y   sabemos en  que  consiste    dar la vida por alcanzar unos aledaños fronterizos.  En el ADN que contiene el ácido nucleico de las instrucciones genéticas, todo   ser humano posee el derecho a emigrar al encuentro de los almendros en flor  que le  empujan  inexorablemente hacia la imperecedera utopía soñada.

 Durante años, demasiados,  hemos  intentado  borrar sin conseguirlo, recuerdos sobre el desarraigo de la expatriación con sabor  a sal y llanto en la mirada.

Hoy sabemos consuma certeza la forma y manera en que ella  profundiza una ruptura despedazada  difícil de explicar con palabras, al reconocer, con total  convencimiento, su condición  de infortunio vivencial.

 La emigración obliga alejarse de las  zanjas primogénitas,  esas que aunadas a las rinconeras transitadas en la niñez, cortan de cuajo   los afanes familiares y convierten  en  mascarón de proa hendida  al ser humano que somos hoy.

Al tras luz de  esa trashumancia, toda nuestra escritura está construida de éxodos ineludibles. 

 

 

 

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