Cien años de soledad

Supe de la existencia  de la obra “Cien años de soledad",  dos años después de ser publicado el libro  en la Editorial Sudamericana de Buenos Aires. Se cumple ahora medio siglo.

Trabajaba uno entonces en  “La Voz de Avilés”. Nos habló de sus páginas en la pequeña redacción, Fernando Lara, y lo hizo expresando que estábamos ante una nueva forma de narrar asombrosa. Al día siguiente en su sección   “Happening”, volvió a matizar sobre aquellas páginas caribeñas que traspasaban la imaginación. 

Poder leerlo  sucedió tiempo después, cuando a razón de extrañas circunstancias salí en 1975 camino de Caracas en una singladura que duró  cuatro  décadas. Una vida con  sus impetuosas envolturas.

Mi único contacto con Gabriel García Márquez sucedió siendo yo director de  la popular revista venezolana   Elite, en un acto en que a Gabo se le hizo entrega, de manos del presidente Jaime Lusinchi, de una cédula venezolana  “con el deseo  que no se sintiera nunca  más indocumentado”. Frase  famosa de la portada del libro -“Cuando era feliz e indocumentado” – con los artículos que  durante varios años su desconocida figura de entonces, empezó a publicar  en el semanario que años después yo  dirigiría. Y allí mismo se imprimió la edición.

El primero de esos reportajes,  insertado el 11 de agosto  de 1959,   se titulaba  “Por fin un heredero para Mónaco”.

Y ahora la magna creación que asombró y lo sigue haciendo.

Cien años de Soledad” es tumulto literario portentoso, único en su genero literario y en su calidad imaginativa, el nacimiento de un mundo inconmensurable con personajes perennes cuyo primogénito circulo la formaban el Coronel Aureliano Buendía, José Arcadio Buendía, Úrsula Iguarán, Amaranta, Santa Sofía de la Piedra, Melquíades  y algunos más. Hoy suelo leer ese sortilegio creador, telúrico, abriendo cualquier página y sigo sintiendo la misma delectación,  o tal vez más, que la primera vez que tuve la obra en mis manos.

En  “Cien años de soledad” descubrimos con pasmo otra dimensión, la magia, el sortilegio, la alquimia y la irisación perturbadora de la ciénaga.

Macondo - la Troya moderna -  era un pueblo marcado por la fantasía y el tiempo imperturbable, donde había unos gitanos vendedores de todo lo imposible y un  cambalache de personajes  en cuyo epicentro, Úrsula, era la representación genuina del matriarcado ginecocrático, el cordón umbilical de una historia interminable donde el amor envolvía  cada acto de la realidad circundante en una marisma sexual y violenta.

  Ella, viento vertebral de la novela, es el segmento de una ceremonia de iniciación esotérica, pues  en la trashumancia de luz, sombra y adivinación, la mujer renace en círculos de pasión, demencia y arrebatos, de tal forma que sus  alucinaciones son parte subliminal de la realidad, tal como la agorera troyana Casandra.

En esas páginas cruza la historia de la Tierra en un santiamén, un ciclo de cien años donde vamos de la prehistoria de la raza humana hasta buscar una segunda oportunidad que ninguno de los personajes tendrán nunca más.

Razonablemente sea chocante,  y aún así, entre Troya y Macondo, el entorno y la invención es el mismo. El Mediterráneo y el Caribe son aguas buenas para la ensoñación, el desparpajo y la alegoría.

El rito asombroso dura una tarde con su noche y al desmembrarse en motas de luz comenzado el alba, regresa a la cháchara de Macondo  a dar oídos a las ficciones de Aureliano Buendía o los regaños de Úrsula.

Gabriel García Márquez tiene un “don” hierático. Un aliento recóndito que le habla al oído entre gallos capones.

Cuentan por Riohacha  que en una  anochecida en cierta tasca putera de Barranquilla, discutió con su propio alter ego y decidió en ese instante que su imaginación luciferina (así la retrataría Mario Vargas Llosa) con puñeteras mentiras y fabulosas irrealidades, la compartiría con el “don” y sería su amanuense.

 La entelequia que todo lo sabe, el Aleph universal que antes se acurrucaba en la calle Garay de Buenos Aires, en los aposentos de Beatriz Viterbio, el amor convertido en bruma de Jorge Luis Borges, aceptó.

Ya he dicho más de una vez que en Bahía de Todos los Santos, ciudad brasileña de la negritud donde nació el realismo mágico con su ventarrón oceánico, el sumo sacerdote de esa religión de árboles creciendo en el aire y mujeres pariendo entre hojarascas de plátano y mariposas amarillas, Jorge Amado, con el pelo blanco y la comisura de un babalao, solía decir entre taza de café boca abajo, tabaco negro bañado en ron, que si un escritor nace sin el “don” poco valdría esforzarse.

Tanto Homero como Gabo retratan a los humanos en un mundo de realidades que nos parecen irrazonables y encierran la verdad de nuestra existencia con sus miedos y unas esperanzas elevadas sobre el horizonte.

En La Ilíada,  igual que en la ciénaga colombiana, todo está repleto  de desventuras que sujetan la esencia de seguir indisolublemente existiendo, aunque la ciénaga de Macondo ya no volverá a cumplir otros cien años de soledad  hasta que no regrese  la próxima eternidad.



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