Tragedia venezolana

Mis lecturas las dos últimas semanas -Stefan Zweig y Emil Ludwig -  en esta orilla  mediterránea casi de destierro en la que moro más que vivo, han sido el soporte  que nos ayuda en cierta forma a comprender el trágico ramalazo de angustia que inunda Venezuela, país al que añoro tras vivir en  él 40 años. Una vida con sus  ensueños, regocijos y pesares que de todo hubo en esa tierra de gracia. 

 Apesadumbrada mi persona  ante los acontecimientos que están ocurriendo al borde del mar Caribe de las mil aventuras, el autor de “Momentos estelares de la humanidad”, volvió en sus  pasajes históricos a decirnos que la política, si no se hace ajustada a la inteligencia y la ecuanimidad, es fatua, doliente e injusta.

En el “Café Central” de  Viena, ubicado en la planta baja del palacio Ferstel, Stefan Zweig  trazó algunas de sus mejores obras, entre ellas “Mendel el de los libros”, y allí dejó dicho: “Nuestro deber será siempre no admirar el poder en sí, sino sólo a las escasas personas que lo consiguieron de forma honrada y justa”. Eran los instantes espeluznantes en que cruzaban la frontera austriaca las tropas de Hitler.

El otro libro que deseo definir  es una entrevista a Benito Mussolini realizada, en el momento más resplandeciente de su poder, por  Emil Ludwig.

La conversación no posee desperdicio. Son dos hombres que se admiran mutuamente durante una charla de varios días, sin lacayos ni secretarios. Están solos en los  aposentos del Palazzo di Venecia en Roma. Mussolini abierto, dialogante, consecuente de su inmenso poder. Ludwig, un judío que cambió su apellido y se hizo cristiano sin haber  abjurado  de su antigua fe rabínica, está reconocido en esos momentos en Europa como uno de sus más profundos intelectuales.

Se comunican en italiano.  El Duce es profundamente culto. Además de su lenguaje natal, el de la Romagna, habla fluidamente francés y alemán. Lee permanentemente a Kant, Goethe y santo Tomás de Aquino; también a los suyos: Maquiavelo, Mazzini y los tratados de Cavour.

En un instante de la charla, Ludwig pregunta tras haber hecho  un recorrido por Julio César y Napoleón: “¿Un dictador puede ser amado?”

 La respuesta del Duce es concluyente: “Sí, siempre y cuando las masas le teman al mismo tiempo. La muchedumbre adora a los hombres fuertes. Es como una mujer.”

El alemán apostilla al dueño en esos momentos de Italia, Abisinia y Albania: “¡Dígame  qué ocurre cuando uno de sus  amigos de antaño   entra en este salón! ¿Cómo logra usted la transición sin reabrir  alguna de las viejas discusiones o heridas? En una ocasión usted escribió: “Somos fuertes por que no tenemos amigos”.

Mussolini guarda silencio. Después dice: “No puedo tener ningún apego. Por mi temperamento rehúso tanto la intimidad como las conversaciones. Si un viejo amigo viene a visitarme, la entrevista nunca dura demasiado. Sólo sigo la carrera de los antiguos camaradas desde la distancia. De todos modos, la soledad no me resulta incómoda”.

Ludwig hace una dura pregunta: “Si la soledad le agrada, ¿cómo le es posible soportar la multitud de caras que tiene que ver cada  día?”

 “Simplemente, les escucho. No les permito entrar en contacto con mí ser interior. No me conmueven más que esta mesa y estos papeles sobre ella. En medio de todos ellos, preservo intacta mi soledad”.

Cavilé de pasada en la turbadora calma  de estas últimas cruciales semanas en el  Patio del pez que escupe agua del Palacio de Miraflores, sede presidencial en Caracas.

Exponía  el filósofo Alain que no hay belleza comparable en el mundo a la de un político alevoso derrumbándose a tierra. No sé, pero algo  nos dice que estamos a punto de verlo.

Es sabido que en  un país donde impera la autocracia, el mandamás de turno considera a todos sus  ciudadanos  como pequeños enanos sin ser capaz de pensar en ningún instante  que la democracia, y  por ende la libertad,  es un don natural de cada ser humano que nadie, ni los dioses, pueden cercenar. Respetar   sin borrar ni una coma la Carta Magna es el primer deber de todo mandatario, al haber  jurado ese designio cuando colocó su mano sobre el sagrado libro de la patria.

Y vueltos a  recapacitar,  las palabras honradez y justicia, son las que nos hacen recapacitar al ver   como la Constitución Bolivariana  es pisoteada y la equidad del Tribunal Supremo está en entredicho cuando sus sentencias van siempre hacia la misma talega, la del poder.

Y una interrogación: ¿La muerte al día de hoy de esos 110 jóvenes a lo largo del país de Simón Bolívar  no debería ser la señal que obligará a recapacitar al Régimen de Nicolás Maduro?

Venezuela es de todos sus habitantes sin distintivos políticos, y cada uno con el otro, unidos, forma el territorio grande,  éste que ahora se halla cortado en dos tajos,  y cuya unión debería ser  tarea impostergable del  gobierno que fundó Hugo Chávez.

Sabiendo el Comandante llamado “El Eterno” que tenía  la muerte encima, dejó una nación a la deriva, proclamó, al pedido de Fidel Castro, a Maduro como su sucesor, la persona menos habilidosa  ante aquella transacción difícil que ha hecho añicos la Revolución Bolivariana del Siglo XXI hoy ensangrentada.



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