Terrorismo: el rayo que no cesa

Debido  a la masacre terrorista en la ciudad inglesa de Manchester, el único clamor   válido es preguntarnos  dónde se hallaban los dioses, cualquiera de ellos, en ese demencial instante. 

A sabiendas de que el Señor de cada una de las religiones existentes  no posee respuesta ante tanto daño, uno debe entender que  estamos a la deriva en el inmenso Cosmos,  y eso nos obliga  a sentir espanto y congoja,   dándonos cuenta atemorizados de que los ojos se clavan en el rostro humano solamente para llorar, mientras la impotencia nos destroza a dentelladas. 

El terrorismo demencial que ha venido para quedarse en nombre de una religión de raíces patibularias, es la demostración de que en el ser humano sigue privando la fiera que aún perdura en nuestros genes primogénitos.  

La evolución humana explicada en el “Origen de las Especies” de Charles Darwin y los recientes estudios sobre nuestras raíces primates que alcanzan cinco mil millones de años, no nos ha ayudado mucho. Mejor decir nada.  El hombre es un cernícalo sanguinario que se recrea en los sufrimientos de sus semejantes.  

 Los procedimientos de hacer daño a nuestro primogénitos  han llegado a un refinamiento inimaginable. Asesinar a seres inocentes se ha convertido una  labor bien sufragada en las nirvanas de esos férvidos asesinos, habiendo abundantes expertos en las degradantes tareas de muerte trasformando  la bioquímica y hasta  la fusión nuclear, en ramalazos  de leyes insanas y malévolas    o en variadas  tareas del cruento lavado del cerebro.  

El continente europeo en primer lugar,  ha venido sufriendo  en los últimos cuatro años una docena  de salvajes acto  terroristas y eso ha ido aumentado desde hace dieciséis meses, lo que significa que el  atentado yihadista acaecido en Manchester era altamente probable,  al saberse que  cada célula cree estar en posesión  de la verdad basada en  la fe fogosa que promete nirvanas colmadas de huríes resplandecientes mientras ofrecen sus cuerpos cimbreantes con sabor a miel a los que llegan a sus brazos.

Mahoma poseía un conocimiento portentoso sobre los deseos carnales  que atiborran de delicias   al ser humano.   

En el principio de los tiempos el planeta azul ha venido adquiriendo la rigidez de la muerte y eso nos ha impedido conocer en toda su dimensión la grandeza de la hermosa vida. Si se  bebiera a plenitud el vaso  de la comprensión hacia los demás  y se supiera que nada de lo creado se extingue, solamente se trasforma, los  fanáticos místicos  de todos los tiempos, hoy centrados en Manchester,  pudieran llegar a saber  en algún momento que  la  subsistencia de cada  criatura es la legítima alma universal.   

La vida, que por si misma no es mala ni buena, simplemente realidad esperanzadora,  le debemos quizás que  los amantes continúen galanteando, los políticos persiguiendo  sus guerras y los hombres de ciencia ideando  nuevas teorías que nos harán  más perdurables, sin que a cuenta de ello se halla podido esfumarse cada asesinato místico realizado con saña, alevosía y  cruel animadversión.   

Es sabido que estamos construidos de catalizadores fermentados; el futuro,  a la vez que se anuncia  esplendoroso, es incierto, una afinidad que siendo  ilógica nos identifica como  el único mamífero  que no se come la placenta, y mata con  alevosía  a muchas de  las criaturas nacidas fuera del vientre materno cuando ya son anhelos refulgentes de esperanza.  

 A consecuencia del acto terrorista en la ciudad de Manchester, nos viene al recuerdo otro asesinato del fundamentalismo islámico cuya crónica escribimos en aquellos días.

Era el 30 de agosto de 1998 y, al  calor sofocante del desierto y amparados en la oscuridad de la noche, jóvenes guerrilleros armados con hachas y cuchillos degollaron en la población de Sidi Moussa,  a unos 20 kilómetros al sur de Argel, a todo humano que encontraron a su paso, entre ellos a 32 niños, algunos de apenas meses.  

 Los paramédicos que recuperaron los cuerpos indicaron que habían notado un pavoroso ensañamiento contra los bebés. Los habían  despedazado y sus brazos, cabezas y troncos eran colgados de  los postes de la luz.

Nadie está a salvo del espanto cuando se golpea a los sectores más vulnerables de la sociedad.



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