72 años del Holocausto judío

Cada 27 de enero se conmemora el “Día Internacional en memoria de las victimas del Holocausto”, uno de los mayores crímenes de la historia humana. La fecha  es una resolución de las Naciones Unidas tratando de mantener viva antorcha  de una atrocidad sin igual que no se puede relegar al pasado. Lo ha dicho el filósofo Jorge Santayana: “Quien olvida la historia está condenado a repetirla”.

Ese día del año 1945, un grupo de soldados aliados (rusos) entraban en el campo de concentración de Auschwitz, símbolo del horror y la barbarie del III Reich.

 Igualmente en fecha hace más de una década,  la ciudad de  Berlín colocaba la primera piedra de un monumento  polémico cerca de la Puerta de Brandenburgo,  para recordar un genocidio que acabó con la vida de miles de inocentes, seis millones de judíos asesinados por el simple hecho de serlo, aunque el antisemitismo existió en Alemania y en otros países de Europa durante  décadas y… aún continúa.

  Evoco en estos instantes, ya que  vivir es sencillamente hacerlo,  mientras en aquella  misma hora en Estocolmo líderes políticos de 47 países se reunían en una ceremonia sacra para conmemorar la liberación de los campos de exterminio de Auschwitz y Birkenau tras la Segunda Guerra Mundial,  y demostrar con ello su repulsa a los regímenes que a lo largo de la historia han acabado por la fuerza con la vida de incontables personas por el simple hecho de ser hebraicos, gitanos o tener características  distintas a la “raza aria”.

  Esa mañana gélida, estábamos  allí, habíamos  acudido a la  Europa de nuestra sangre como tantas otras veces para arroparme de mis dudas, miedos y mantener vivo en lo posible el cordón umbilical con la heredad de mis mayores. Soy medroso por naturaleza, lloro o gimo con frecuencia, y necesito, cada cierto tiempo, como la cabritilla,  cobijarme bajo el manto de la membrana materna convertida en bruma sobre aquel cementerio levantado en  un  recodo del mar Cantábrico, rodeado por espadañas, dos castaños y un olmo viejo abatido por el viento furioso del norte.

 En medio de un silencio sobrenatural, Ehud Barak, entonces primer ministro de Israel, señalaba “que nunca más se tolere el régimen del odio, el asesinato y la discriminación debidas a la religión, la raza o el color de la piel”.

 Pero aún ahora mismo, a 72 años de ese aterrador hecho, ciertos sectores europeos niegan los sucesos y se oponen al recuerdo, pues para ellos es un montaje repleto de propaganda contra Adolfo Hitler.

Es decir, se siguen clavando púas, hierros candentes, escupitajos, orines, palabras despiadadas, sobre la inmolación  más terrible que viera la humanidad.

 Elie Wiesel, premio Nobel de la Paz a razón de su decidida defensa de la dignidad de hombre, prisionero en el campo de concentración de Auschwitz y testigo de las muertes de sus padres y una hermana, nos recuerda en su obra “El olvido” la oración de Elhanan (personaje central de la novela). En ella el anciano profesor exclama:

 “Dios de Auschwitz, comprende que debo acordarme de Auschwitz. Y que debo recordártelo. Dios de Treblinka, haz que la evocación de ese nombre continúe haciéndome temblar. Dios de Belzec, déjame llorar  sobre las víctimas de Belzec.”

No olvidar es una vacuna contra el resentimiento,  y el Holocausto, esa tierra de los sepulcros, debe estar presente ante nuestra mirada perennemente  para que el sufrimiento que nos produce impida el regreso del racismo y antisemitismo feroz. No será fácil dada la fragilidad humana y su predisposición al odio, pero habrá que intentarlo una y millones de veces. Siempre,  hasta el fin de los tiempos.

La masacre no germinó simplemente partiendo de la idea malsana de un maniático, ya que para que eso haya sido posible, el rencor estuvo incubándose y creciendo  ante la ceguera de los europeos  durante muchísimos años.

 



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