Pinos, enebros y La Albufera

 

 

Hace tanto frío que mi cuerpo, acostumbrado al ardor del Caribe,  está inundado de romadizo, flema y dolor de pecho. Escribir se hace harto difícil, y aún así la costumbre empuja a hacerlo.  Es el único sosiego. Eso y leer. Lo demás es percibir deslizarse los días sin ninguna pesadumbre. Hace añadas nos lo dijo Arturo Uslar Pietri,  autor de “Las lanzas coloradas”: “Uno no es joven ni viejo, vive”.  Juicio certero.

Ahora camino cual sin huyera de algo o de uno mismo, y aunque me cuesta salir de la vivienda, un soplo me lleva a la  imperiosa necesidad de ver las aguas del Mediterráneo, mar que ha fraguado algunas de las dobleces de las que estoy construido.

Sobre esas aguas  llegaron a estas costas los pergaminos de  Homero, Sócrates, Platón, Aristóteles, Fidias y otros sofistas de los recónditos avatares del espíritu. No lo hizo “El Poema de Gilgamesh”,  ya que en la Mesopotamia de aquella civilización en la que se levantó la ciudad-estado de Uruk, Europa no había aún copulado con un toro porfiado.  Faltarían 2.500 años más.

En la otra orilla, tras cruzar ese “lago grande” al decir de los cartagineses, se alza  la Roma de los césares aunada a los atributos de la piedra sagrada vuelta  arquitectura, palacios cruentos, acueductos, puentes, arcos sagrados  y calzadas. Al mismo tenor, Grecia con su Partenón y su Democracia  siempre  en mayúscula. Y en algún lugar de Tivoli, el emperador Adriano, sin ser  uncido aún en las páginas de Marguerite Yourcenar, se halla adolorido ante la llamada irremediable de la muerte del jovenzuelo Atinoo, la pasión más ardorosa de su vida inconmensurable. 

 Y esa es parte de la razón de  hallarme en estos promontorios de pinos negros, enebros, sabina y gaviotas reidoras.

Cuando tercia,  tomo el autobús  de la ciudad extendida entre la Albufera con sus arrozales y la playa de Malvarrosa más larga que  el horizonte, y voy al encuentro de un añejo compañero conocido cuya amistad comenzó siendo los dos unos jovenzuelos. Trabajábamos en un diario de la ciudad y todas las noches con sus alucinaciones eran nuestras. Él, igual a uno, amontonó sobre su piel  hendida  todos los años posibles, y ahora habla quedo, como si rumiara las palabras  y amasara los recuerdos.

 Nació allí,  entre chalupas, barracas de paja, barro y los arrozales del Perelló y el Perellonet.

Añejo y cansado, hecho un amasijo, ya no pesca como solía, y aún así cada día se acerca a ese piélago azul y le habla  con la parsimonia nacida del  apego que teje la avenencia.  El bien lo reconoce: esos costados marinos son parte ineludible de su existencia.

Chimo – es su nombre -  pronuncia las palabras hacia dentro. Lacónico, apasionado del club deportivo Levante,  se mueve entre monosílabos: “Sí”, “no”; “quizá”,”seguro”, “tal vez”.  

En su opinión  yo soy un ser rocambolesco al no saber nada de fútbol.  “Un balón es mejor que un libro”, sostiene. Hace algunos años yo expresaría una barbaridad ante sus palabras. Hoy no tengo la misma  certeza.  Y nos va bien: no hablamos de literatura. Ni de periodismo, el oficio de toda nuestra vida anudada.

El aislamiento le hizo roquedal, encina solitaria. Sus silencios son plomo. Tiramos piedras al agua brillante de la Albufera.  El toma alguna que otra cerveza. Yo agua o té verde con hierbabuena. “Bebías mucho alcohol antes”.  “Cierto  – le respondo – hacíamos muchos regodeos entonces. ¿Las recuerdas, Chimo?”.  Nada responde. Me acompaña a tomar el autobús a la ciudad del Turia cuyo viejo río es ahora un chorrillo.

Iré leyendo el corto relato “El hombre de la esquina rosada” de Jorge Luis Borges. Soy repetitivo: lo habré leído incontables veces y siempre en circunstancias aparecidas. Eso no lo sabe Chimo.

 

 

 



Dejar un comentario

captcha