Más perles campoamorines

A José Manuel Feito

 

 

            Con el título de «Perles campoamorines» publicaba aquí hace más de mes y medio unas cuantas creaciones del poeta naviego ­—algunas muy conocidas­— y señalaba que lo más característico de los versos de don Ramón era que constituían un tipo de poesía muy alejada de lo que hoy entendemos por tal y, sobre todo, que sus textos —más narrativos y expositivos que líricos­— estaban llenos de «filosofías» ramplonas y pedestres, lo que no los privaba, a veces, de gracia y fluidez. Algunos de sus versos, con todo, han pasado a la categoría de apotegmas, tal aquel «Y es que en el mundo traidor / nada es verdad ni mentira: / todo es según el color / del cristal con que se mira», que procede de la «dolora» «Las dos linternas». Veamos hoy nuevos textos, con algún comentario

He aquí uno de los frecuentes momentos en que Campoamor profesa como escéptico y desilusionado: «Llamas la dicha al sueño, pero advierte / que el sueño tiene un mal: que no es la muerte.» Y este otro, uno de los tantos en que lo hace como realista y antiidealista: «Aquello que ha de ser, lo hará que sea / la evolución, que destruyendo crea.» (Ya ven qué resonancias preschumpeterianas y parahegelianas). Claro que, en ocasiones, ese realismo adopta formas triviales, cuya formulación, además, parece arrastrada por los pelos para buscar la rima. Así en «La santa realidad»: «Cultivando lechugas Diocleciano, / ya decía en Salerno / que no halla mariposas en verano / el que mata gusanos en invierno.» O es la expresión de un pirronismo utilitarista que provoca una cierta sonrisa y un punto de extrañeza, si pensamos que Campoamor pasaba por creyente (y juraba serlo): «¡Qué hermoso es lo creado: / la tierra, el mar, la bóveda estrellada! / Mas, después de bien visto y bien pensado, / ¿para qué sirve todo? Para nada.»

            El paso de la edad y sus consecuencias en la persona en relación con el amor son tema reiterado en nuestro vate, según expusimos en la anterior entrega: «De la amarga verdad con que el espejo / mi ancianidad refleja, / me consuela saber que hay una vieja / que afirma que fue joven este viejo.»  Frecuente en él, la expresión del hastío o la indiferencia de la relación tras la pasión inicial: «Sin el amor que encanta, / la soledad de un ermitaño espanta. / ¡Pero es más espantosa todavía / la soledad de dos en compañía!» O: «El esposo dormido a quien no se ama / ya es un muerto enterrado en una cama». Más a la pata la llana y con más gracia lo dice aquí: «Es mucha tu virtud, grande tu encanto, / mas se embota a tu lado mi deseo; / lo mismo que fray Luis, que, siendo un santo, / me suele hacer dormir cuando lo leo.» Y esta «Mentira diabólica» que anticipa al Fernández Flórez de Las siete columnas: «Despojando a las gentes el demonio / de la honesta ilusión del matrimonio, / como simple advertencia, / a la puerta del templo de Himeneo / escribió esta sentencia: / «Solo dura el amor lo que el deseo.» (Troquelación bastante más fina, por cierto, que esa otra que tantos de ustedes conocen, marcada por el polípote y la paronomasia a partir también del verbo «durar».)

            Aunque también apunta que el amor, pese a todo, viene a ser como la democracia en la expresión de Churchill: «Todo en amor es triste; / mas, triste y todo, es lo mejor que existe». En ocasiones desvela con donaire lo que son las apariencias y el disimulo y, al mismo tiempo, la inevitable pasión de la juventud. Así, a aquel «Las niñas rezadoras que yo trato / nunca piden a Dios el celibato», podríamos añadirle este gracioso «Por si acaso»: «¡El día de la Justicia, / hasta los mismos objetos / revelarán los secretos / que hoy esconde la malicia.» / Al oír esta noticia del párroco de un lugar, / por si se podrían contar / los secretos que alumbraron, / todas las niñas echaron / sus lamparillas al mar.»

            Pero hay, asimismo, en el epónimo del teatro capitalino, sus puntos de denuncia. He aquí, por ejemplo, con qué andadura coloquial señala la disimilitud en el trato que la sociedad dispensa al adulterio («La ley del embudo»): «De su honor en menoscabo / faltó un esposo a su esposa; / ella perdonó amorosa, / y el público dijo «¡Bravo!» / Faltó la mujer al cabo, / harta de tanto desdén, / y el falso esposo, ¿también / perdonó a la esposa? No; / el esposo la mató, / y el público dijo: «¡Bien!».

            A veces tiene Campoamor observaciones extravagantes, como esta con que comenta la reacción del protagonista de «El amor y el río Piedra»: «Jaime exclama admirado / como un viajero estúpido: «¡Qué hermoso!». O, ya que andamos de viajes, ¿qué les parece esta bocayada sobre Toledo? : «Madrid aquella noche parecía / una ciudad más muerta que Toledo. » Y, a veces, parecen puras chocarrerías, como esta frase con que, en el mismo poema, el confesor vitupera al soldado que ha secuestrado a una doncella: «Confiesa que ese amor desventurado / de la Ordenanza el código destroza, / mostrando el espectáculo adorado / de un quinto que secuestra una real moza. / ¡Si fueras oficial, pero un soldado…!» Palabras que no pueden provocarnos más que una explosión de risa.

            En otros momentos, la escritura literaria (metafórica, en este caso) levanta un vuelo apenas gallináceo: «A Pablo, con el aire de la ausencia, / se le constipa el alma con frecuencia.» O como en este símil (en ocasiones, parece que don Ramón, tan prolífico, apenas piensa más de un segundo la frase): «Tan solo con mirar o dar la mano, / vas causando más fiebres que un pantano.» O («El amor y el río Piedra»): «Ni a ver, ni a oír, ni a respirar se atreve, / y sigue detrás de ella convertido / en fría estalagmita que se mueve.»

            Hemos citado versos o títulos populares de Campoamor en el anterior artículo. Recordemos ahora, un par de doloras, «El gaitero de Gijón» y «¡Quién supiera escribir!», tan magníficamente llevada, cuyos primeros versos son aquellos que dicen: «Escribidme una carta, señor cura.» / «Ya sé para quién es.» / «¿Sabéis quién es porque una noche oscura / nos visteis juntos?» «Pues».

            Resumamos, junto con sus caídas y sus filosofías de andar por casa, el verso campoamorino alcanza a veces gracia sentenciosa y chispa, lo que hizo innúmeros sus seguidores en el pasado y general su fama. Y aun en el presente, y pese a todos los pesares, conserva su aprecio entre algunos lectores fieles. Mi amigo José Manuel Feito me lo ha recordado.

 

            PS. La dimisión de Jürgen Stark, el economista jefe del BCE, la semana pasada, pone de relieve que, como habíamos dicho esa misma semana, la razón de la modificación constitucional para la limitación del déficit y la deuda no es la de calmar a «los mercados», sino, digamos, a los alemanes; esto es, edulcorar el que el BCE, contrariamente a su principal mandato estatutario y a una política monetaria ortodoxa, asuma los riesgos de comprar deuda soberana, italiana y española principalmente.
 



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