El despilfarro de El Musel

«!Nación sin cabeza¡ ¡Desdichado de mí!»

 

Tras una señal sonora, una fotografía se me aparece en la pantalla. Recoge, en perspectiva casi cenital, a mi trasgu particular, Abrilgüeyu, sobre unas ruinas del poblado astur de la Campa de Torres y tocado con un napoleónico bicornio. Abajo, la inmensa explanada de El Musel, completamente vacía. Sobreimpresionada, una leyenda: «Asturianos y contribuyentes, bajo estas ruinas más de 530 millones de despilfarro os contemplan». Y un imperativo, «Glósalo». A ello voy.

«A baxamar too apaez», dice nuestro refrán. Y así sucede. Ahora que la crisis económica muestra que la realidad es como es, y no como la habíamos soñado o nos la habían pintado, la ampliación del gran puerto asturiano revela una parte de su verdadera faz: un disparate, de principio a fin.

La cuestión de El Musel no es, en el fondo, distinta a la de esos aeropuertos (Castellón, Ciudad Real, Talavera la Real) ocupados solo por los conejos; ni dispar a la de los sueños de construir una compañía de bandera catalana, como Spanair; ni desemejante a los centenares de instalaciones culturales sin inaugurar o, inauguradas, sin uso o visitantes. Es, como todo ello, hija de políticos sin ideas y sin conocimiento del mundo, pero con oídos y macbethianas gargantas que les susurran proyectos gracias a los cuales reinarán por las elecciones de las elecciones, amén (algún día les contaré en qué miseria social e intelectual se gestan los proyectos políticos y les reiteraré otra vez cómo se legisla con las témporas).

Porque el problema de la instalación portuaria no es el que actualmente concita los actuales rutiazos entre partidos (¡esos ruidos malolientes y vacuos de nuestro debate político, tan solo aptos para las atufadas pituitarias de los adeptos!) acerca de cómo o en qué plazo consignar las deudas, a fin de que no repercutan sobre las tarifas o no lo hagan en exceso. No, el problema es de origen, de la inutilidad de la ampliación o de la mayoría de ella.

Quienes desde el principio nos opusimos, en solitario, a la ampliación (más tarde otros se sumaron tímidamente) lo hicimos por dos razones: la primera, y más visible, por el impacto que supondría sobre la playa. La segunda, y más importante, porque los costos eran tales que se convertía en inevitable que la amortización de los créditos acabase repercutiendo sobre las tarifas.

Pero, si, además, vamos a los momentos anteriores a la ampliación entenderemos mejor el nudo del problema. El Musel fue en las últimas décadas un puerto de escasos tráficos, exceptos los ligados a Aboño y la siderúrgica. A muchas, incluso, de las empresas asturianas les era más barato o cómodo exportar desde Santander o Barcelona. Pues bien, a partir de ese punto, y al olor de ayudas europeas, de la coyuntura y de otras variables más nebulosas (pero no menos intuibles), se decidió ampliar el puerto, con tres argumentos. Uno (no se carcajeen): en el futuro inmediato vendrían de allende los mares barquísimos de carbón, con toneladísimas que descargarían a la vista de El Muselín para después ser reexportadas desde aquí en otros barcos. Dos (no se rían): el terreno no ocupado por tráficos directos se llenaría con otras industrias (la regasificadora, nunca necesaria, metida a calzador por el gobierno Areces a Zapatero; la planta de biodiesel; industrias energéticas…). Sindicatos y patronal llegaron a decir, al sugerirles el problema de los créditos y los costos que (no se me orinen), si hiciese falta dinero, se venderían los terrenos portuarios antiguos para pisos.

Tras todo ese planteamiento, una teoría: si tenemos un gran puerto, tarde o temprano captará los tráficos. Pero no hace falta decir que no son los puertos los que llaman los tráficos, sino el tráfico, la actividad económica, la que agranda los puertos. Y, mientras Asturies sea nada y vayamos a menos, eso no tendrá remedio. 

(Hay que agradecer, con todo, que no hayan tabicado por completo la concha, como proponía un «fenómeno» en el pasado, y que la escasa oposición en la calle y la decidida actuación de Álvarez-Cascos como ministro de Fomento —al César lo que es del César— hayan conseguido reducir una parte de la expansión inicialmente prevista.)

Y, así, sobre este ensueño y este disparate político-sindical, tan socialista, se diseñó el disparate económico de la ampliación de El Musel y de la Zalia. Y, ahora, toca pagar lo que no tendrá utilidad en un horizonte verosímil y, como en el clásico cavediano, «Llime mañana les bolses / del llugar el escribanu; / y véndese la reciella / y los potes y los cazos, / pa pagar les llozaníes / de la danza de Santiagu.»

Por cierto, ¿qué dirán ahora todos aquellos empresarios —ya no políticos o sindicalistas— que, por aquellas fechas, nos acusaron de no saber lo que deciamos, y aún más, de estar contra los intereses de Xixón y Asturies, e, incluso, al servicio de Cataluña?

Abrilgüeyu se me aparece. «¿Recuerdas el chiste? Te lo cuento»:  La muyer: «El mio paisanu carez de la cabeza». El mélicu: «¡Será acéfalu!». La muyer: «¡Serálo mui guapamente!». Pues eso.

 



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