La tregua

La tregua

A menudo nos preguntamos qué ocurre con el héroe cuando termina la película, o qué pasará con la mujer que se ha quedado viuda al final de la novela. A dónde van esas historias delimitadas por el minutaje de un filme o por la extensión de un libro. Más complicado, y mucho más frecuente, es hacer el quién sabe dónde de toda ese gente conocida que se ha ido difuminando en las vidas de cada uno. La última vez que lo vi estaba a punto de ser padre, o iba matando canallas, como cantaba Silvio Rodríguez. Me dijeron que había encontrado un trabajo de bibliotecario en un pueblo de Sevilla, o parece ser que se fue a vivir a Londres, a casa de su prima, y da clases de español en una academia… Solemos caer en la tentación inconsciente de que nada existe cuando no estamos, que la existencia ocurre sólo cuando nos pasa por delante. Muchos de estos fantasmas cercanos a la paranoia más doméstica han huido por la tiranía de las nuevas tecnologías, de los nuevos medios y las posibilidades de los celulares. Al otro lado de la Red o en el auricular del móvil al que llamo existe la certeza de que hay alguien, pero los usos para la ubicación han evolucionado. Antes llamábamos a un teléfono para saber si había gente en casa, desde hace muchos años una de las primeras preguntas al hablar por un móvil es ¿dónde estás? ¿queda muy lejos? Esta aceleración en las relaciones ha puesto la quinta marcha de la vida, ha inventado un nuevo lenguaje con sus dialectos, jergas y símbolos y ha cambiado radicalmente las rutinas.

 

No hay tregua aunque nadie se mueva (tengo un amigo que ha percibido que el móvil es el único aparato que hace que nos movamos cuando estamos quietos y que nos paremos cuando vamos caminando). En este nerviosismo de la modernidad y los electrodomésticos del siglo XXI, de las pantallas táctiles, los megas y los gigas sorprende una parálisis como las de los viejos tiempos, los de las cabinas de teléfono.

La horma de la supercrisis no ha encontrado aún su zapato y los ratios políticos se disparan hacia no se sabe dónde, lo que no deja de asustar bastante. España lleva un año en campaña mientras por la derecha y por la izquierda del pagano se producen adelantamientos bastante peligrosos: precariedad laboral, escaso ahorro, dificultad extrema para el acceso a los créditos, embargos… Todo ello con el sesgo de incertidumbre que potencia la actitud de los administradores, el descaro de los mercachifles, la incomprensible situación de los denominados mercados, el rapto de Grecia y todos esos elementos que paulatinamente se van comiendo las morales de los indignados en exceso, es decir, de los desesperados. Los síntomas, en contra de la evolución de los electrodomésticos personales, no han variado con los años. Para estos tiempos los signos son distintos, no tienen el aspecto de las diez plagas de Egipto pero meten miedo.

 

Esta campaña electoral interminable que ha ido de lo concreto a lo general y que varias horas al día hace el recorrido contrario, dibuja una sensación de dejadez que roza la negligencia. Parece ser que para aplacar las plagas mencionadas (no las de Egipto, las de más arriba) los responsables se han instalado en un laissez faire, laissez passer muy perverso, que poco tiene que ver con el concepto original, si acaso el pasotismo al que puede llegar el ignorante que no se haya estudiado la teoría. En Asturias, los primeros gritos de precampaña se han dado en la Junta General, donde el entendimiento es moneda rara. Lo que parece un conato de crispación y un par de salidas de tono, yo no diría tanto, es resultado simplemente de la inanición a la que se ha llegado absurdamente por el hecho fundamental de que el Ejecutivo no puede gobernar solo (aún desconocemos si sabe o no sabe hacerlo), y de que los resortes de las actuaciones más relevantes están en manos de la Cámara. De cualquier modo, y pese a que los problemas de verdadero calado están en otra parte, la demostración de escasa habilidad en la crisis del Niemeyer es un botón envenenado si hay que asumirlo como muestra.

Que un equipamiento instalado ya en la agenda cultural española, de alto nivel internacional, descaradamente fresco, profesional y brillante en la gran mayoría de sus intervenciones, esté a punto de colgar un cartel de cierre temporal de la programación, como si de un supermercado se tratara, es grotesco. Llegar a situaciones de esta magnitud por no cumplir los mínimos requisitos que preceden al entendimiento es absurdo. Esta cascada de parálisis, esta tregua inadecuada, comienza a ser poco soportable .

 

 

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